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Nava del Rey: vino y fe

autor Administrador
Nava del Rey (Valladolid)

Camino a Nava del Rey

Salí de Toro con el regusto de su vino aún en la boca y la sensación de que el Duero, como una vieja arteria, va tejiendo historias de pueblo en pueblo. No fue casualidad: mi destino estaba claro. Quería llegar a Nava del Rey, otro lugar donde el vino marcó carácter y fortuna. Al fin y al cabo, si en Toro se habla con orgullo de sus caldos, en Nava fueron durante siglos una carta de presentación. Y como yo siempre he dicho: el vino, como las personas, dice más de lo que calla.

La llegada: calles rectas y una torre que domina el horizonte

El pueblo me recibió tranquilo, con sus calles rectas y sus casas de piedra sobria. Pero, sobre todo, con la silueta de su iglesia, visible desde kilómetros, como si uno viniera caminando hacia ella desde siempre. La llaman la Giralda de Castilla, y créanme que el apelativo no es exagerado. Su torre barroca se alza elegante, pero con ese peso castellano que no pretende presumir, sino imponerse con naturalidad.

Iglesia de los Santos Juanes: un templo que respira historia

Entrar en la Iglesia de los Santos Juanes es como cruzar un umbral hacia otro tiempo. Aquí lo gótico, lo renacentista y lo barroco se dan la mano sin pedir permiso. El retablo mayor, con las esculturas de Gregorio Fernández, parece decirnos que la fe también puede expresarse con músculo y madera policromada. Y el retablo del Llanto sobre Cristo muerto, con ese Cristo yacente que parece respirar aún, obliga al viajero a guardar silencio, aunque no crea más que en lo tangible. Es una de esas obras que te miran por dentro.

No quiero dejar pasar el órgano barroco. No lo escuché sonar —cosas del viajero que llega cuando no toca—, pero me bastó con imaginar cómo retumbaría aquí dentro, llenando cada rincón como si las bóvedas hubieran sido diseñadas solo para multiplicar su eco.

Un homenaje al paladar

Después de tanto arte, llegó la hora del estómago, que también merece su homenaje. Elegí comer en un
restaurante del pueblo donde el menú era sencillo, pero honesto: un buen lechazo al horno y un tinto de
la Denominación de Origen Rueda que, aunque más conocida por sus blancos, aquí sorprende con tintos
que merecen atención. El servicio fue cercano, con ese trato que uno agradece cuando se sienta en tierra
que no es la suya. Y el espacio, sin lujos, pero cálido, lo justo para que uno se quede un rato más de sobremesa sin mirar el reloj. Ya lo decía mi abuelo: en Castilla, la prisa se queda en la puerta.

Despedida: tierra y espíritu

Salí de Nava del Rey con la sensación de que este lugar no solo ha vivido de su vino, sino también de su
fe, y que ambas cosas siguen latiendo en sus calles y en su gente. Si algo aprendí en este viaje es que la tierra y el espíritu no siempre caminan separados: aquí se dieron la mano hace siglos y todavía no se han soltado.

Pronto os contaré otro cuento.

Jota Peña.

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