Empiezo a leer una ciudad como quien abre un cómic nuevo: portada sobria, lomo de ladrillo castellano, páginas con luz dura y sombra fresca. Peñaranda de Bracamonte se me despliega en paneles: portales, plazas encadenadas, conversaciones en bocadillos blancos que flotan sobre el mediodía. Flip. Paso de página.
Plano general: las plazas encadenadas
Entro por los soportales y todo suena a tipografía con serif: pasos que se repiten —tac, tac, tac— bajo la madera, el eco ordenado de una villa que aprendió a conversar a la sombra. Las plazas porticadas son como tres cuadros puestos en fila: cambias de plano y el ritmo se mantiene, la luz gira un poquito, el viento trae harina, café y campanas. Aquí la arquitectura no grita; susurra el contorno de las arcadas y te invita a dibujar con la vista la geometría de la vida cotidiana: gente que cruza, niños que inventan carreras, alguien que saluda desde el borde del marco. En Peñaranda, caminar es leer. Y leer es entender esa pausa exacta que tienen los sitios donde el tiempo no corre, vadea.
Zoom a la cultura: bibliotecas, pantallas y papel
Si algo me puede —aparte de un buen plato de verduras bien tratadas— son los espacios que cuidan los libros. Aquí los centros culturales y bibliotecas son más que edificios: son burbujas de diálogo, globos de texto que se enhebran con talleres, pantallas, clubes de lectura, ferias, chispazos digitales. La ciudad tiene ese ADN lector que no se improvisa: se cultiva como una viñeta silenciosa donde cabe todo el mundo. Me siento en una sala y veo la coreografía discreta de quienes abren un portátil, piden una clave, devuelven una novela, buscan un juego de mesa. Click. Página guardada. Clac. Lomo devuelto a su estantería. En la esquina, una niña dibuja un castillo con rotuladores: me guiña el ojo la Carmen lectora de cómics que fui, y le devuelvo el gesto. Aquí el futuro se maqueta con fuentes legibles y márgenes generosos.
Bocadillo gastronómico: del mercado a la mesa

No soy vegana, pero ya me conoces: vegetal primero y luego lo que venga. El plato de verduras de temporada a la plancha lo comí en La Posada (Hotel El Pórtico), donde la cocina borda el punto del producto, respeta los sabores y luce un pase afinado: sala luminosa, ritmos bien medidos, servicio que entra y sale como splash page en el momento justo. Un sitio que entiende el menú como narración y los fondos como subtramas que sostienen el clímax. La cocina aquí entiende de ritmo: no todo son clímax; también hay cuadros pequeños que sostienen la historia —un tomate bien pelado, un sofrito paciente, una conversación que mejora el guiso—. Sales a la plaza con la sensación de haber leído un buen capítulo y te guardas una miga como punto de libro. Y, para acompañar, quesos que cuentan pastos, de Carlos Navas, artesanía peñarandina con carácter y premios que hacen zoom sobre la calidad, producto que puedes comprar en la carnicería de José Gutiérrez, en la viñeta de al lado de La Posada.
Travelling por los alrededores: cereal, dehesa y horizonte


La campiña alrededor es un gran plano panorámico. Campos de cereal que se mueven como si alguien pasara la página rápido —fshhhh—, encinas que puntúan el paisaje, caminos que te invitan al paseo largo y a mirar lejos. Peñaranda tiene esa franqueza castellana de las líneas rectas: una invitación a pensar con la espalda erguida y la mente despejada. Y si sigues unos kilómetros, aparece Finca Arauzo (Nava de Sotrobal) viñedo propio por encima de los 900 metros y tintos de altura —Tempranillo como base, con Merlot y Prieto Picudo—; sus dos referencias marcan el ritmo: un roble con 6 meses en barrica que saca fruta y flores, y un crianza con 18 meses en roble francés, más serio y especiado; ambos encajan en la banda sonora de este paisaje.
Retratos: gente que sostiene los marcos
Una ciudad son sus oficios: panaderos que madrugan antes del primer cuadro, maestras que subrayan verbos, libreras que recomiendan con la puntería de una viñeta bien montada, técnicos que afinan luces en un escenario, fotógrafos que cazan reflejos bajo los soportales. Hablas dos minutos con cualquiera y aparece el hilo de pertenencia: “esto es así desde…”; “lo arreglamos entre todos”; “aquí la plaza se usa”. Me fascina ese plural que no presume, funciona. La vida cotidiana, cuando está bien editada, no necesita filtros.
Epílogo con guiño

Vuelvo a la plaza para cerrar el cuaderno. La tarde pone tramas largas en las fachadas y alguien saca una silla como quien coloca un easter egg al lector atento. Y hablando de lectura, aquí quedó el compromiso de don Germán Sánchez Ruipérez: el CITA y el CDS siguen latiendo como faros culturales de la villa, con el Ayuntamiento de Peñaranda acompañando el plano general.
Las gracias a nuestro superhéroe de la cámara, Ángel García, no te lo pierdas. Visita su página.
